sábado, 30 de septiembre de 2017

El principio de Peter




El principio de Peter.(1)

Tratado sobre la incompetencia o por qué las cosas van siempre mal.
El principio de Peter es un estudio científico llevado a cabo por el Dr. Laurence J. Peter (1919-1990) insigne pedagogo de la Universidad de California donde llegó a ser profesor titular del departamento de Pedagogía. Con la colaboración de Raymon Hull, escritor y comentarista de televisión canadiense, publica en 1968 la primera edición del libro “El principio de Peter”, que enseguida se convierte en un éxito.
En el inicio del texto explica los pormenores de la investigación a la que se entrega y por qué. El análisis histórico de hechos que acabaron mal y cuales fueron sus causas, le llevó a exponer que solo la incompetencia era la única causante de dichos desastres. Plantea en su teoría que todos los seres humanos debidamente jerarquizados, ascienden en la pirámide social o laboral hasta alcanzar su nivel de incompetencia. Con sentido del humor, plantea que ha descubierto una nueva ciencia de la que nadie se ha ocupado, la jerarquiología, inadvertidamente, había fundado el estudio de las jerarquías.
¿En qué consiste el principio de Peter? Definición: En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia.
Desde luego, muchos empleados o simplemente actividades, que están jerarquizadas y que son desempeñadas de forma competente son la plataforma para un ascenso a un nivel superior para alcanzar un nivel de competencia o incompetencia según las habilidades del empleado. Si ha alcanzado su nivel de incompetencia, ese será su destino final. Una vez instalado en él quedará anclado en esa categoría para siempre.
Con el tiempo, todo puesto tiende a ser ocupado por un empleado que es incompetente para desempeñar sus obligaciones.
Naturalmente, es raro que se encuentre en el sistema que todos los empleados hayan encontrado su nivel de incompetencia. En la mayoría de los casos, alguien está realizando su labor orientada a la finalidad de esa sociedad jerarquizada.
El trabajo es realizado por aquellos empleados que no han alcanzado su nivel de incompetencia.
Propone de forma muy coherente el principio que pudiera explicar por qué tantos puestos importantes son ocupados por individuos incompetentes para desempeñar los deberes y responsabilidades de sus respectivas ocupaciones.
Explica este principio la realidad de muchos círculos sociales con un objetivo final. Los miembros más eficaces de esa sociedad suelen ser elevados a categorías superiores, mediante ascensos por merecimientos laborales contrastados. Ocurre que, sin embargo, el nuevo puesto puede no ser el apropiado para las características del ascendido, abocándole al fracaso en su nueva actividad, es decir que ha llegado a su nivel de incompetencia.

En el final del prólogo del libro explica en pocos párrafos la justificación de éste estudio sobre la incompetencia, por tanto de la estupidez humana. Transcribo literalmente el final de ese prólogo.
Como individuos, tendemos a trepar hacia nuestros niveles de incompetencia. Nos comportamos como si lo mejor fuese trepar cada vez más arriba, y el resultado lo tenemos a nuestro alrededor: las trágicas víctimas de su irreflexiva escalada.
Vemos a los hombres en grupos, y a la mayoría de la raza humana pugnando por alcanzar una mejor posición como sobre un molino de ruedas de escalones irregulares, escalando con uñas y dientes para aniquilar a la población del mundo, escalando producción de fuerza y elementos, mientras se contamina el ambiente y se perturba el equilibrio ecológico que mantiene la vida.
Si el hombre quiere rescatarse a si mismo de una futura existencia intolerable, debe, ante todo, ver a donde le conduce su insensata escalada. Debe examinar sus objetivos y comprender que el verdadero progreso se logra moviéndose hacia adelante en busca de una mejor forma de vida, en vez de hacerlo hacia arriba, hacia la incompetencia total de la vida. El hombre debe comprender que la calidad de la experiencia es más importante que la adquisición de inútiles artefactos y posesiones materiales. Debe dar de nuevo significación a la vida y decidir si usará su inteligencia para preservación de la raza humana y el desarrollo de las características humanísticas del hombre, o bien si seguirá utilizando su potencial creador en la escalada hacia una super colosal trampa mortal.
Ocasionalmente, el hombre capta un destello de su imagen en el espejo, y, por no reconocerse inmediatamente a sí mismo en él, empieza a reír antes de comprender lo que está haciendo. Y en tales momentos es cuando se produce el verdadero progreso hacia el entendimiento.
Mas claro no se puede decir, no se trata de que el ser humano escale en la pirámide social, fuere la que fuere, se trata de caminar hacia adelante empleando para ella el poder de nuestra mente, la inteligencia, cualidad que nos permite ser diferentes de los demás seres vivos, tiene la particularidad de conducirnos a la reflexión mediante métodos de pensamiento, ser reflexivos y elegir adecuadamente con la experiencia como aprendizaje.

      (1)    Publicado en inglés en 1969. En 1970 Plaza y Janes lo hace en castellano.
La edición que he leído es de 1983.






miércoles, 1 de febrero de 2017

LA GUERRA EN CURSO

UNA CLASE MAGISTRAL DE HISTORIA UNIVERSAL.
Este artículo ha caido en mis manos  hace unos días. Después de leerlo varias veces he pensado que, lo que expone aquí Arturo Perez Reverte, es una verdad histórica lapidaria que se repite de forma constante desde que conocemos la evolución de los pueblos sobre la Tierra.
Os preguntareis porque lo expongo aquí, si esto es una lección de historia, Pues es cierto. Sin embargo es el ejemplo paradigmático  de la estupidez humana elevada a concepción global sobre la raza humana. Cuando acabes de leerolo , lo entenderás. La estupidez copa actualmente las esferas del poder en las comunidades más avanzadas. Estamnos gobernados por individuos incompetentes, codiciosos, incultos, llenos de soberbia que no entienden el devenir de la historia. Mejor lo explica el autor en esta crónica.
Lo reproduzco tal cual lo he recibido.

30 OCTUBRE, 2016
Una continuidad de enfrentamientos desde Maraton, Salamina, Platea, Lepanto, Viena, Nueva York, la era de las batallas decisivas enfrentando ejércitos ha terminado, ahora estamos en una guerra, no digo quien tiene razón, quien es culpable ni sermoneo sobre el tema.
Pero que estamos en guerra, no cabe la menor duda, y no es la guerra al estilo de Waterloo o Normandía o Stalingrado, es una guerra de miles de hechos acumulados, esporádicos, de guerrillas, sin
declaraciones ni banderas ni cargas de caballería, y a eso se enfrenta Europa y sus posibilidades, honestamente, no son las mejores, basta saber un poco de historia.

Una cosa es integración… ¡Bienvenida! … pero no se engañen, acá estamos frente a una invasión a toda regla, en cámara lenta, que tampoco se gana con muros ni fronteras ni extradiciones, a esta altura eso es irrelevante.
Esto no se arregla con pitecantropus como Le Pen o Neo Nazis, es tan compleja que pocos saben lo que hacer.
Y lo peor es que no todos los “moros” son enemigos……
Por lo que es inútil hacer una barbaridad al estilo de Simon de Montfort, cuando mandó matar a todos los habitantes de una ciudad durante la “Cruzada” contra los Albingenses y alguien le dice: ¡Sire, hay buenos católicos entre ellos! Y él responde… ¡Matadlos a todos Dios separará a los buenos de los malos!
Así que las soluciones facilonas xenofóbicas tampoco caminan. ¡Jodida situación!
Los que saben algo de historia, entienden lo que digo.
Hoy es Paris, porque sale en todos los medios y todos lo saben, ¿pero cuantos saben de Aleppo o Darfur o Somalia?
Es una guerra mundial, que empezó hace mucho, y estamos en el medio de ella, aunque los bienpensantes y bien intencionados digan que no.
Desde el punto de vista histórico (la Historia siempre se repite) la situación es llamativamente similar a la de LOS GODOS DEL EMPERADOR VALENTE. En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas bárbaras de Atila. Por diversas razones – entre otras, que Roma ya no era lo que había sido – se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y noventa y ocho años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.
Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado o que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender.
Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían o maltrataban a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos.
Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte.

El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente
  • ese imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y se emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa,
es que todo eso – Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire – tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.

Por eso Occidente está pagando nuestros pecados.
La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras Islam y Rais (religión mezclada con liderazgos tribales) hacen difícil la democracia, pusieron a
hervir la caldera. Cayeron los centuriones – bárbaros también, como al final de todos los imperios – que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros – en el sentido histórico de la palabra – que cabalgan detrás de ellos.
Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron.

Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados.
Los condenan nuestro egoísmo, nuestro ‘buenismo’ hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los ‘modernos godos’ lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo.

Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean ONGs, no fuerzas militares.
Toda actuación vigorosa – y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia – queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939.

Cualquier actuación contra los que empujan a los nuevos ‘godos’ es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias.
Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción.

El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades.
La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la Humanidad y por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roído por dentro y amenazado por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni debe defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida.

Pero las cosas no son tan simples. Los ‘godos’ seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre.
Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables.
Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho.
Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos.Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable.

Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una
policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder.


Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana – no todos eran bárbaros – ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual. Y es que no hay forma de parar la Historia.
«Tiene que haber una solución», claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se
vive; y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo,
en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros.
Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables.

Una, es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.

La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes.

  • Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene.
  • Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue.
  • Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso.
  • Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual.
  • Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes – llegado el caso – de la digna altivez del suicidio.
  • Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney.

Ya es hora que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.
ES LA GUERRA SANTA, ¡IDIOTAS!
Pinchos morunos y cerveza. A la sombra de la antigua muralla de Melilla, mi interlocutor – treinta años de cómplice amistad – se recuesta en la silla, sonríe, amargo, y me dice: «No se dan cuenta, esos idiotas que esto es una guerra, y estamos metidos en ella. Es la tercera guerra mundial, y no se dan cuenta».
Mi amigo sabe de qué habla, pues desde hace mucho es soldado en esa guerra. Soldado anónimo, sin uniforme. De los que a menudo tuvieron que dormir con una pistola debajo de la almohada. «Es una guerra y la estamos perdiendo por nuestra estupidez…. sonriéndole al enemigo».
Mientras lo escucho, pienso en el enemigo. Y no necesito forzar la imaginación, pues durante parte de mi vida habité ese territorio. Costumbres, métodos, manera de ejercer la violencia. Todo me es familiar. Todo se repite, como se repite la Historia desde los tiempos de los turcos, Constantinopla y las Cruzadas. Incluso desde las Termópilas.

Como se repitió en aquel Irán, donde los incautos de allí y los imbéciles de aquí aplaudían la caída del Sha y la llegada del libertador Homeini y sus ayatollás.

Como se repitió en el babeo indiscriminado ante las diversas primaveras árabes, que al final – sorpresa para los idiotas profesionales – resultaron ser preludios de muy negros inviernos. Inviernos que son de esperar, por otra parte, cuando las palabras libertad y democracia, conceptos occidentales que nuestra ignorancia nos hace creer exportables en frío, acaban siendo administradas por imanes, sacerdotes o como queramos llamarlos, fanáticos con turbante o sin él, que tarde o temprano hacen verdad de nuevo, entre sus también fanáticos feligreses, lo que escribió el barón Holbach en el siglo XVIII:
«Cuando los hombres creen no temer más que a su dios, no se detienen en general ante nada».
Porque esto que está ocurriendo, es la Yihad….. ¡ idiotas !.
Es la guerra santa.
  • Lo sabe mi amigo en Melilla, lo sé yo en mi pequeña parcela de experiencia personal, lo sabe el que haya estado allí.

  • Lo sabe quién haya leído Historia, o sea capaz de encarar los periódicos y la tele con lucidez.

  • Lo sabe quien busque en Internet los miles de vídeos y fotografías de ejecuciones, de cabezas cortadas, de críos mostrando sonrientes a los degollados por sus padres, de mujeres y niños violados por ser infieles al Islam, de adúlteras lapidadas – cómo callan en eso las ultrafeministas, tan sensibles para otras chorradas -, de criminales cortando cuellos en vivo mientras gritan «Alá Ajbar» mientras docenas de espectadores lo graban con sus putos teléfonos móviles.

  • Lo sabe quien lea las pancartas que un niño musulmán – no en Iraq, sino en Australia – exhibe con el texto: «Degollad a quien insulte al Profeta».

  • Lo sabe quién vea la pancarta exhibida por un joven estudiante musulmán – no en Damasco, sino en Londres – donde advierte: «Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia».
A Occidente, a Europa, le costó siglos de sufrimiento alcanzar la libertad de la que hoy goza. Para poder ser adúltera sin que te lapiden, o blasfemar sin que te quemen o que te cuelguen de una grúa. Para ponerte falda corta sin que te llamen puta. 
Gozamos las ventajas de esa lucha, ganada tras muchos combates contra nuestros propios fanatismos, en la que demasiada gente buena perdió la vida: combates que Occidente libró cuando era joven y aún tenía fe.
Pero ahora los jóvenes son otros: el niño de la pancarta, el cortador de cabezas, el fanático dispuesto a llevarse por delante a treinta infieles e ir al Paraíso. En términos históricos, ellos son los nuevos bárbaros.
Europa, donde nació la libertad, es vieja, demagoga y cobarde; mientras que el Islam radical es joven, valiente, y tiene hambre, desesperación, y los cojones (ellos y ellas) muy puestos en su sitio.
Dar mala imagen en YouTube les importa un rábano: al contrario, es otra arma en su guerra.
Trabajan con su dios en una mano y el terror en la otra, para su propia clientela. Para un Islam que podría ser pacífico y liberal, que a menudo lo desea, pero que nunca puede lograrlo del todo, atrapado en sus propias contradicciones socios teológicos.
Creer que eso se soluciona negociando o mirando a otra parte, es mucho más que una inmensa imbecilidad.
  • Es un suicidio.
  • Vean Internet, insisto, y díganme qué diablos vamos a negociar. Y con quién.
  • Es una guerra, y no hay otra que afrontarla. Asumirla sin complejos. Porque el frente de combate no está sólo allí, al otro lado del televisor, sino también aquí. En el corazón mismo de Roma.
Porque es contradictorio, peligroso, y hasta imposible, disfrutar de las ventajas de ser romano y al mismo tiempo aplaudir a los bárbaros.

ARTURO PEREZ REVERTE


miércoles, 18 de enero de 2017

Sinónimos de estupidez o estúpido.


Sinónimos de estupidez o estúpido.

Lo primero que debemos hacer para entender del todo el fenómeno es acudir a la Real Academia de la Lengua para que nos aclare la semántica de la palabra.

Estupidez:
1. f. Torpeza notable en comprender las cosas.
2. f. Dicho o hecho propio de un estúpido.

Estúpido:
1. adj. Necio, falto de inteligencia. U. t. c. s.
2. adj. Dicho de una cosa: Propia de un estúpido.
3. adj. Estupefacto

No es mi pretensión enmendar a los ilustres académicos de la Lengua. Pero observamos lo siguiente: Según una regla de la gramática lo definido no debe entrar en la definición. Así remarcado en rojo la 2º acepción de la palabra introduce la palabra estúpido antes de definir lo que es la estupidez. Es nuestra modesta opinión que bien se podría sustituir éste término, el de estúpido, por el de  “individuo de pocas luces” Con lo que quedaría algo más adecentada la definición. Estupidez: Dicho o hecho propio de un individuo de pocas luces. Cierto es que muchas de las estupideces que se cometen a diario, no son protagonizadas por tontos o poco lúcidos. Las cometemos los individuos  normales que por el mundo corremos, incluso los más inteligentes no están libres de cometer una estupidez en algún momento de su existencia. Lo cual nos indica que, de alguna manera, éste concepto de estupidez no se encuentra contemplado como una forma más de explicación del término. 
Lo que si queda claro es la acepción primera: Torpeza notable en comprender las cosas. Algo que se puede atribuir a un tonto o no tan tonto. Porque no solo se trata de que un estúpido, ocasional o permanente, comprenda algo, también existe la expresión o pronunciamiento verbal de algo que puede resultar incomprensible a las personas capacitadas racionalmente y no, por ello, las podemos tildar de estúpidas, seguramente la estupidez proceda de ese individuo de pocas luces
Una segunda metedura de pata es la acepción 2 de la definición de estúpido: Dicho de una cosa: Propia de un estúpido. Vuelve la ilustre Academia a tropezar en la misma piedra. Incluye lo definido en la definición. Aquí sugerimos que se vuelva a nombrar el mismo concepto de “pocas luces” u otro similar si se quiere evitar la repetición o reiteración.


Estúpido procede del latín stupidus, que quiere decir: “aturdido, estupefacto”, de donde por comparación estúpido, derivado de stupere (S.XVII) que significa ‘estar aturdido’. A la misma familia etimológica latina pertenecen: Estupefacción, estupefacto, estupor y estupendo.